Proyecto de junio de Adictos a la Escritura. El proyecto consiste en escribir un relato en el que aparezcan, preferiblemente como protagonistas, una actriz fracasada y un mago. Estoy escribiendo esto desde un hotel de Torremolinos, ya que no me he traído mi ordenador. Posiblemente, como voy a contra-reloj, contendrá muchas faltas. A la vuelta las corrijo.
Nunca vi a una actriz tan mala, dependiente del éxito y fracasada como Carmen Alfajor. Era la viva imagen del desconsuelo, la pérdida y, en definitiva, de la más absoluta degradación de una figura tan respetable como la de actriz, aunque, naturalmente, con dicho nombre artístico poco se deja a la providencia.
A esas horas de la tarde, el movimiento de mis piernas habían ganado un poco de coordinación. Aún tenía el rancio sabor a ginebra barata en la lengua, no había dormido y tenía que preparar mi actuación del día siguiente. Normalmente los magos no son así, preparan su número con suficiente antelación, pero tampoco me gustaba tanto mi trabajo como para emplear demasiado tiempo en él. De todas formas, mi público no pasaría de los cinco años y cualquier cosa que hiciera sería inocua al resultado final. Simplemente minutos antes de salvar a la paloma de una muerte segura por asfixia, saldría a escena y recitaría aquellas palabras de Paulo Coelho: "La magia es un puente que te permite ir del mundo visible hacia el invisible y aprender las lecciones de ambos mundos." Ellos permanecerían con el gesto inmutable de la sorpresa, sin entender lo que les estaba diciendo, pero tampoco tenía la menor importancia. Esa era la historia de mi vida: un intento de subsistir en ambos mundos no dejando que ninguno de ellos me atrapara por completo, una búsqueda incansable de los pequeños detalles que contienen la verdadera magia en las cosas más insignificantes. El alcohol, la hipnosis, el éxtasis del momento cumbre en la micción, cualquier cosa que me llevara a ese maravilloso mundo de la magia era buscado con ansia.
Deambulé a duras penas por la Gran Vía de Madrid, con los ojos en la acera e inmerso en mis pensamientos hasta que me sacaron de ellos las campanas de la Iglesia de San Martín, en la calle del Desengaño. Continué la marcha y me detuve frente a un pequeño teatro, casi anónimo, que parecía avergonzarse entre los locales majestuosos de la historia madrileña escondiéndose entre dos portales sucios y ruinosos. "Hoy estreno", decía un pequeño cartel escrito con rotulador rojo sobre una foto en blanco y negro. En ella se veía a una actriz rubia de unos cuarenta y cinco años. Sus ojos contenían una imitación barata de la enigmática mirada de Norma Desmond, el eterno personaje de El crepúsculo de los dioses.
Compré mi entrada y me senté. Los asientos, cuya tapicería había sido roja y ahora tenía un tono rosado, vomitaban de sus numerosas bocas el interior de sus entrañas. Conté las quemaduras, conté los asistentes, apenas seis, y contemplé durante largo rato el estado ruinoso de un techo que amenazaba con derrumbarse en cualquier momento. Miré a mi alrededor y pensé que tampoco sería una gran pérdida.
Casi dormía cuando, con una puntualidad ecuatoriana(1), la obra empezó casi media hora después. De la más absoluta oscuridad, nació una voz de ultratumba que denotaba un fuerte acento irlandés. Apenas se le entendía debido a la escasa vocalización y a la pésima sonoridad del recinto. Un gran foco fue dotando lentamente al centro del escenario de la luz suficiente para distinguir a la gran estrella interpretando a una niña de dieciséis años. El decorado, casi inexistente, denotaba una inaceptable reciclaje de obras anteriores. En él se podía ver un sillón estilo años veinte (del siglo pasado) y detrás un telón sucio y raído sobre el que habían pintado (con trazos infantiles e incoherentes) un paisaje protagonizado por montañas heladas en su cima y un extenso campo de amapolas. Avergonzado, sopesé la posibilidad de abandonar el local, pero de todas formas no tenía nada mejor que hacer. La obra, ambientada en el Madrid del siglo diecisiete, narraba la historia de una mujer, desde su pubertad hasta la vejez, que luchaba por el amor de su vida, un conde desheredado que nunca apareció en escena (quizás por falta de presupuesto). La sobreactuación de la protagonista denotaba un afán incontrolable por demostrarse a sí misma, más que al público asistente, su enorme talento, pero lo único que conseguía transmitir era una pésima capacidad de comunicación. A lo largo de la representación, el exceso de maquillaje fue cubriendo su rostro de una grasienta capa ocre y sus ojos fueron desapareciendo tras la oscuridad del cosmético derretido. Intentaba ser Marilyn Monroe, pero no pasaba de recordar, por su aspecto, a la gran Bette Davis en ¿Qué fue de Baby Jane?.
Miré el programa y en él pude leer que Carmen Alfajor había nacido en el condado de Cale, en el sur de Munster, Irlanda. Una sonrisa burlona brotó en mi cara al recordar que el apellido Desmond es la denominación inglesa de Deasmumbain, que significa Sur de Munster. Ineludiblemente abandoné el local y esperé a que saliera para provocar un encuentro fortuito:
—Un momento, ¿no nos conocemos? Su cara me es conocida.
─¡Váyase o llamaré a seguridad!
─Es Carmen Alfajor. La vi en incontables representaciones. Era usted grande.
─¡Soy grande!─matizó escandalizada alzando la mirada en un gesto único e irrepetible─ ¡Son las obras las que se han hecho pequeñas!
Las puertas del Edén se me abrieron de par en par ante esa mirada. por fín yo había encontrado la fuente de la magia y ella un seguidor incondicional.
─Mueve el culo y ponme otra copa─le dije diez años después.
(1) Ecuador es uno de los paises más impuntuales del mundo. Tanto que en 2003 el gobierno lanzó la Campaña Nacional por la Puntualidad. Esta campaña pretendía sincronizar todos los relojes del pais con más de veinte minutos de retraso.
Nunca vi a una actriz tan mala, dependiente del éxito y fracasada como Carmen Alfajor. Era la viva imagen del desconsuelo, la pérdida y, en definitiva, de la más absoluta degradación de una figura tan respetable como la de actriz, aunque, naturalmente, con dicho nombre artístico poco se deja a la providencia.
A esas horas de la tarde, el movimiento de mis piernas habían ganado un poco de coordinación. Aún tenía el rancio sabor a ginebra barata en la lengua, no había dormido y tenía que preparar mi actuación del día siguiente. Normalmente los magos no son así, preparan su número con suficiente antelación, pero tampoco me gustaba tanto mi trabajo como para emplear demasiado tiempo en él. De todas formas, mi público no pasaría de los cinco años y cualquier cosa que hiciera sería inocua al resultado final. Simplemente minutos antes de salvar a la paloma de una muerte segura por asfixia, saldría a escena y recitaría aquellas palabras de Paulo Coelho: "La magia es un puente que te permite ir del mundo visible hacia el invisible y aprender las lecciones de ambos mundos." Ellos permanecerían con el gesto inmutable de la sorpresa, sin entender lo que les estaba diciendo, pero tampoco tenía la menor importancia. Esa era la historia de mi vida: un intento de subsistir en ambos mundos no dejando que ninguno de ellos me atrapara por completo, una búsqueda incansable de los pequeños detalles que contienen la verdadera magia en las cosas más insignificantes. El alcohol, la hipnosis, el éxtasis del momento cumbre en la micción, cualquier cosa que me llevara a ese maravilloso mundo de la magia era buscado con ansia.
Deambulé a duras penas por la Gran Vía de Madrid, con los ojos en la acera e inmerso en mis pensamientos hasta que me sacaron de ellos las campanas de la Iglesia de San Martín, en la calle del Desengaño. Continué la marcha y me detuve frente a un pequeño teatro, casi anónimo, que parecía avergonzarse entre los locales majestuosos de la historia madrileña escondiéndose entre dos portales sucios y ruinosos. "Hoy estreno", decía un pequeño cartel escrito con rotulador rojo sobre una foto en blanco y negro. En ella se veía a una actriz rubia de unos cuarenta y cinco años. Sus ojos contenían una imitación barata de la enigmática mirada de Norma Desmond, el eterno personaje de El crepúsculo de los dioses.
Compré mi entrada y me senté. Los asientos, cuya tapicería había sido roja y ahora tenía un tono rosado, vomitaban de sus numerosas bocas el interior de sus entrañas. Conté las quemaduras, conté los asistentes, apenas seis, y contemplé durante largo rato el estado ruinoso de un techo que amenazaba con derrumbarse en cualquier momento. Miré a mi alrededor y pensé que tampoco sería una gran pérdida.
Casi dormía cuando, con una puntualidad ecuatoriana(1), la obra empezó casi media hora después. De la más absoluta oscuridad, nació una voz de ultratumba que denotaba un fuerte acento irlandés. Apenas se le entendía debido a la escasa vocalización y a la pésima sonoridad del recinto. Un gran foco fue dotando lentamente al centro del escenario de la luz suficiente para distinguir a la gran estrella interpretando a una niña de dieciséis años. El decorado, casi inexistente, denotaba una inaceptable reciclaje de obras anteriores. En él se podía ver un sillón estilo años veinte (del siglo pasado) y detrás un telón sucio y raído sobre el que habían pintado (con trazos infantiles e incoherentes) un paisaje protagonizado por montañas heladas en su cima y un extenso campo de amapolas. Avergonzado, sopesé la posibilidad de abandonar el local, pero de todas formas no tenía nada mejor que hacer. La obra, ambientada en el Madrid del siglo diecisiete, narraba la historia de una mujer, desde su pubertad hasta la vejez, que luchaba por el amor de su vida, un conde desheredado que nunca apareció en escena (quizás por falta de presupuesto). La sobreactuación de la protagonista denotaba un afán incontrolable por demostrarse a sí misma, más que al público asistente, su enorme talento, pero lo único que conseguía transmitir era una pésima capacidad de comunicación. A lo largo de la representación, el exceso de maquillaje fue cubriendo su rostro de una grasienta capa ocre y sus ojos fueron desapareciendo tras la oscuridad del cosmético derretido. Intentaba ser Marilyn Monroe, pero no pasaba de recordar, por su aspecto, a la gran Bette Davis en ¿Qué fue de Baby Jane?.
Miré el programa y en él pude leer que Carmen Alfajor había nacido en el condado de Cale, en el sur de Munster, Irlanda. Una sonrisa burlona brotó en mi cara al recordar que el apellido Desmond es la denominación inglesa de Deasmumbain, que significa Sur de Munster. Ineludiblemente abandoné el local y esperé a que saliera para provocar un encuentro fortuito:
—Un momento, ¿no nos conocemos? Su cara me es conocida.
─¡Váyase o llamaré a seguridad!
─Es Carmen Alfajor. La vi en incontables representaciones. Era usted grande.
─¡Soy grande!─matizó escandalizada alzando la mirada en un gesto único e irrepetible─ ¡Son las obras las que se han hecho pequeñas!
Las puertas del Edén se me abrieron de par en par ante esa mirada. por fín yo había encontrado la fuente de la magia y ella un seguidor incondicional.
─Mueve el culo y ponme otra copa─le dije diez años después.
(1) Ecuador es uno de los paises más impuntuales del mundo. Tanto que en 2003 el gobierno lanzó la Campaña Nacional por la Puntualidad. Esta campaña pretendía sincronizar todos los relojes del pais con más de veinte minutos de retraso.