martes, 6 de enero de 2009

Habitación 205: La Moneda



Buscaba insistentemente entre los puestos del polvoriento mercado un objeto en cuestión. No recuerdo cual era. Tampoco importa. Ya cuando estaba llegando al final de la última hilera vi a un anciano ciego y harapiento que esperaba pacientemente a que alguno de los despistados transeúntes se percataran de su presencia y quizás, con un poco de suerte, se decidieran a comprar alguna de sus vasijas. Metí mi mano en el bolsillo y encontré mi última moneda. Se la dí, él la tomó y me invitó a elegir entre todas las piezas que ofrecía su puesto. Inspeccioné todas ellas y mi atención se detuvo en una pequeña vasija rota que había en un extremo.

- Esa – le dije.


- Elige otra, esta tiene un agujero y no podrás llenarla completamente.


- Quiero esa, buen hombre, no quiero llevarme otra.


- ¿Por qué llevarte una vasija rota pudiendo elegir una nueva, hijo mío?


- Verás, vivo sólo y con el contenido de esa vasija rota tengo suficiente vino para mi comida. De otra forma sería muy difícil que lograras venderla y por lo que veo estás tan necesitado como yo.

Cuando me volví para marcharme el anciano me llamó.

- Espera, olvidas tu cambio. Es justo que te cobre su precio y no más, ya que ambos estamos en la misma situación.

El anciano se volvió y rebuscó entre una bolsa de tela que yacía a sus pies. Puso en mi mano una moneda extraña. En ella había acuñada un ave luchando con una serpiente. Esta la rodeaba con su cuerpo. Inmediatamente noté cómo el extraño metal de la que estaba hecha desprendía un extraño calor en mi mano.

- Esta es una moneda especial, hijo mío, pues serás rico e inmortal. Mientras la tengas en tu bolsillo, cada vez que gastes dinero por el bien ajeno te será devuelto el doble de la cantidad gastada.

Analizando las posibilidades que la moneda me ofrecía, en caso de ser cierta aquello que me contó el anciano, me dirigí a una posada. Cuando llegué a su puerta me percaté de la situación. Para comprar necesitaba dinero y aquella era la única moneda que poseía. Intenté convencer a varios transeúntes de las propiedades mágicas de la moneda con la intención de que me prestaran algo de dinero y hacer así la primera compra. Ante la negativa encontrada me senté en la acera y comencé a llorar de impotencia. Me tapaba la cara con las manos cuando una voz infantil surgió de la nada.

- ¿Por qué lloras? – me dijo una niña que se había sentado a mi lado.


- Soy el hombre más afortunado y el más desdichado del mundo.


- ¿No tienes amigos? – me preguntó.


- Sí los tengo, pero eso ahora no importa.


- ¿No tienes padres?


- Sí, viven muy cerca de aquí, pero son pobres y están enfermos.


- ¿Tienes hambre entonces?


- No tengo hambre. ¿Y tú qué haces aquí sola?


- No tengo amigos, mis padres murieron dejándome sola y mi estómago no deja de rugir pidiendo comida. He intentado comprar algo, pero no me dejan entrar en la tienda porque dicen que soy muy pequeña. – me dijo mostrándome una moneda que parecía enorme en su minúscula mano.

Tomé la moneda y compré con ella un trozo de pan en una tienda cercana. Cuando salí, metí mi mano en el bolsillo y tal y como había dicho el anciano, junto a la maravillosa moneda había aparecido otra igual a la que usé para calmar el hambre de aquella niña.

Durante los meses siguientes fui buscando hambrientos y necesitados para saciar sus necesidades. Mi fortuna fue creciendo considerablemente. En toda la ciudad se oía mi nombre en boca de desconocidos que agradecían mis actos. Me saludaban por la calle y mandaban regalos y comida a mi casa. Me nombraron su representante y comencé a reunirme con políticos y gobernantes para defender a los más pobres. Esto provocó la desconfianza de los más pudientes, pues sin la necesidad del pueblo veían limitado su poder. Ya la gente no necesitaba trabajo para poder comer, ya no surtían efecto las amenazas ni podían explotar sus cuerpos haciéndolos trabajar por un mísero sueldo. Usaba parte del dinero obtenido para dotar a los más rebeldes de armas para que se defendieran de las palizas con las que los más pudientes querían mantener al pueblo dominado. Tal fue mi ascenso y notoriedad que los negocios se hicieron internacionales y comencé a exportar vasijas a todas las naciones del mundo. Me construí un palacio y contraté a gente para que atendieran mis necesidades y las de los pobres que se agolpaban alrededor de mi casa para hacer sus ruegos y ver satisfechas sus peticiones y, de paso, mi propio bolsillo. Entonces me propusieron como Presidente de la Nación. Todos me querían, así que no había duda de que mi elección como representante del país era cuestión de tiempo. La noche antes de las elecciones salí de casa como de costumbre, metí la mano en mi bolsillo y me di cuenta que no estaba mi moneda mágica. Volví a casa y comencé a buscarla, primero con intranquilidad, luego con desesperación.

Ya había amanecido y mi búsqueda aún no había obtenido su fruto. Para mantener mis empresas necesitaba dinero y sin dinero volvería a la calle, al hambre y a la desesperación, así que me dirigí a casa del único con el dinero suficiente para poder solventar mi problema a través de un préstamo, mi más ferviente opositor. Este se mostró al principio orgulloso, soberbio y reticente a mis peticiones, pero al cabo de un rato mis ruegos surtieron efecto y salí de allí con la cantidad que creía más que suficiente.

El dinero obtenido no hizo más que paliar las pérdidas durante un tiempo, después del cual tuve que volver a pedir más y más. Tal era mi deuda que empecé a pagarla con actos. Comencé a asistir a sus fiestas y aquellos que tan malvados me parecían en un principio reían mis chistes y me daban palmadas amistosas en la espalda. Ellos se sentían tan necesitados de mí como los más pobres de la ciudad y tuve que ceder a sus peticiones. Con el fin de estabilizar la economía bajé el sueldo de mis empleados y subí el precio de mis productos, creando así la necesidad de trabajo. Empecé a cobrar el alimento que salía de mi cocina y poco a poco aquella marabunta de indeseables vagos dejó de asistir a mi puerta. Ya no tenía que atender las súplicas de aquellos incómodos vagabundos ni mantener a salvo la maldita moneda para conseguir aquello que deseaba. Me sentí liberado de todo eso.

Después de todo lo que había hecho por ellos, el desagradecido pueblo comenzó a bajar la mirada cuando me veían por la calle. Cesaron los regalos y dejaban notas con insultos clavadas en mi puerta.

Una noche salí de casa y cuando llevaba largo rato paseando un desconocido comenzó a contarme sus desdichas y me llevó a una callejuela cercana con la intención de mostrarme a sus hijos enfermos. Detrás de nosotros había una veintena de personas que seguía nuestros pasos a escasos metros. A mitad de camino se paró en seco, se dio la vuelta y me clavó una gran daga en el estómago. No entendía cómo nadie hacía nada para que la sangre dejara de brotar de mi cuerpo. El agresor, con el arma aún en sus manos, retrocedió unos pasos y yo fui perdiendo fuerzas dejando caer mi peso sobre la pared que había en mi espalda. Poco a poco fui cayendo hasta quedar sentado en el suelo, con la cabeza a un lado y un gran charco de sangre a mis pies.

Mi entierro fue multitudinario. Pobres de todo el mundo me lloraron y depositaron sobre mi ataúd flores de diversos colores atadas con un simple lazo así como sus pertenencias más preciadas. Abrigos viejos y raídos, tazas oxidadas, un trozo de pan... Pude contemplar todo aquello mientras los presentes no podían verme a mí. Cuando miré a un lado vi al anciano que me había dado la maldita moneda y, aunque no consiguiera oírme, le dije:

- Me has engañado, viejo estúpido. Me dijiste que me ibas a dotar con algo maravilloso y aquello que me donaste me ha llevado a la muerte, cuando me hiciste creer que sería inmortal.

- No fui yo quien te engañó, sino tú mismo. Desde el principio creíste que lo más preciado de mi regalo era el dinero, cuando en realidad, lo que te llevó a ser rico y poderoso no fue la moneda sino tus propios actos, pero estos sólo veían tu creciente fortuna y no la verdadera gratitud de tus conciudadanos. Si hubieras actuado con la bondad y la seguridad en tí mismo necesaria nadie hubiera atentado contra tu vida y ahora sería querido, rico y feliz.

La niña que había ayudado en mi primer acto de bondad se acercó, tomo al anciano de la mano y ambos desaparecieron. Me quedé allí mirando como los pobres siguieron pasando uno a uno formando una triste fila mortuoria. Unos depositaban regalos mientras otros simplemente apretaban su mandíbula y escupían mi ataúd a su paso. Decidido a marcharme metí mis manos en el bolsillo y allí, en el bolsillo equivocado, estaba la extraña moneda fría como el hielo y muerta como el alma que me había llevado a aquella fatídica situación.

3 comentarios:

Dekamara dijo...

Es lo que tiene el dinero, te hace creer que tanto tienes tanto vales. Creo que no fue una buena idea por parte de los fenício. El intercambio es mejor que la compra-venta.
Un muy buen relato, acorde a tu buena narrativa. Un abrazo, Juan.

jjcanve dijo...

¿Piensas que con el intercambio no habría el mismo problema?

Gracias por tu comentario, ahí como siempre.

¡¡¡Un fuerte abrazo!!!

Anónimo dijo...

A veces las buenas obras vienen acompañadas siempre de una moraleja en la vida... Todos tenemos 7 pecados capitales dentro de nosotros unos más agudizados que otros . Hay que saber sortearlos y fijarse atentamente en las consecuencias que nuestros actos pueden tener a corto y largo plazo.