viernes, 27 de enero de 2012

Habitación 309: Abejas




Como cada mañana mis pies, ajenos a mi inercia, me llevaron hasta la cocina. En la penumbra abrí el mueble, cogí el tarro de café y metí mi nariz en él como lo hace una abeja ante una cucharada de miel. Llené mis pulmones, el aire dejó de entrar en ellos y mantuve los ojos cerrados unos segundos. Dios, como me recordaba a ella. Cada mañana, el ritual se volvía a repetir. Dejé la taza humeante sobre la mesa, me dirigí al equipo de música.

Vengo de la parte baja del valle,
donde, cuando eres joven
te enseñan a hacer las cosas
de la misma forma que las hacia tu padre
María y yo nos conocimos en el instituto
cuando ella tan solo tenía 17
escapamos de este valle
hacia donde los campos eran verdes.

Solíamos ir al rio
y en el rio nos sumergíamos
solíamos dejarnos llevar
por su corriente.

Era nuestra canción, nuestro álbum, nuestra sonrisa ciega al calor del placer estático. Inevitablemente como cada mañana mi alma, ajena a mi mente, me llevó hasta el dormitorio. En la penumbra abrí el armario y cogí su vestido negro. Era abotonado por la parte delantera y fui pasando los dedos por cada uno de los diminutos, casi tímidos botones. Cada uno de ellos era un beso, un ¿qué tal? o un adiós perpetuo en el rellano de mi esperanza. Me acerqué el vestido e incrusté mis anhelos en él como lo haría una abeja adormecida ante una irresistible cucharada de miel.

1 comentario:

000latani000 dijo...

Triste, mucho, incluso desesperanzador. Pero deja un regusto tan dulce...